Padre Raymond Anagboso, Capellán Mayor de nuestro Liceo: “Cuando es todo movedizo, se requiere y necesita una solidez, un fundamento que se basa en el amor, en el conocimiento de que uno vale, independiente de lo que sea”
Sentado en una de las mesas cercanas a la capilla de nuestro colegio, en la Sección Media, el Padre Raymond Anagboso recuerda su infancia y motivación para ser sacerdote católico. Oficio que tiene desde hace 19 años y que hoy, como Capellán Mayor de nuestro establecimiento, pone a disposición de cientos de jóvenes para cuidar, instruir y enseñar en la fe católica.
El Padre Raymond es el menor de tres hermanos. Nació en Nigeria, donde vivió su infancia y parte de la adolescencia. Su juventud la pasó en Alemania y Francia. Y su vocación sacerdotal se da en Italia. Hoy, en Chile, sirve en la diócesis de San Bernardo y actualmente es párroco de la Parroquia Santa María Virgen, en Paine.
Su carisma y dedicación lo han transformado en una persona muy querida dentro de nuestro Liceo. Respetado y siempre escuchado en cada una de sus enseñanzas. Con diversos estudios en diferentes países del mundo, el Padre Raymond también se da tiempo para hacer las cosas que siempre le han gustado. Ha practicado, durante su vida, artes marciales y básquetbol. Además, es un apasionado por la cocina y el piano. Hoy, con la sinceridad que lo caracteriza, responde sobre su vida y trabajo.
– ¿Cómo fue ese llamado vocacional para ser sacerdote católico?
– Cada vocación es una respuesta, un llamado, y el desafío es en qué momento uno escucha y entiende lo que se está diciendo. Cuesta escuchar. De pequeño, alguna vez yo dije que quería ser sacerdote, pero no me recuerdo muy bien. Lo que sí, la familia mía es creyente, de misa dominical y diaria. De joven me acerqué mucho al cuerpo de acólitos de mi parroquia, pero sólo estuve un año (risas). Fue un momento de vivir una fe no personal, por una pequeña desafección, ya que sólo seguía a mi familia.
Tiempo después, tuve experiencias muy negativas en que yo mismo estuve involucrado. Aquí experimenté la oscuridad, la capacidad que uno tiene para hacer el mal con cara de bueno. Es decir, la cara de un niño inocente pero no tanto. Esto fue en Primero Medio y acá me aburrí terriblemente del doblez. Fue un momento de conversión personal. Me acuerdo el día, la fecha, el llanto y todo lo que fue el drama de decir basta y que esto no podía seguir así, no podía seguir como hipócrita, con el mal que he causado y los que habían sufrido por ello, ya que pasaron cosas graves.
Desde ese momento, fui a la Iglesia de mi colegio, no porque me interesara, sino que porque era el único lugar donde no había nadie (risas). Pero fue muy providencial, en febrero de 1990 le pido a Dios que me ayude a salir de lo que estaba viviendo. Fue un momento clave, donde el concepto de Dios ya no era sólo por mi familia, sino que yo mismo quería salir de esto. Dios era la solución. Acá ya inicia una relación más personal con el Señor.
Tuve amistades buenas en un centro de formación de jóvenes y participé de diversas actividades juveniles. Acá es donde inicié un trato más personal con Dios, donde me importaba lo que él quería en mi vida, ya no era indiferente. Yo era un chico normal, hacía deporte, básquetbol, artes marciales, etc.
Ya en Cuarto Medio, leyendo la Biblia, había palabras que parecían que me decían cosas a mí. Recuerdo una frase que me dejó impactado. Es una oración que sale en el Misal, ese libro donde están las lecturas del Domingo, que decía: “hijo mío, dame tu corazón, pongo tus ojos fijos en mi camino y sígueme”. Era la antífona del Día del Sagrado Corazón. Era como decirme: “tú, Raymond, dame tu corazón, deja de lesear”. No me podía quitar esto de la cabeza.
Nunca pensé ser sacerdote. Poco a poco llegó a ser personal. La verdad es que me dejó marcando ocupado (risas). Al final me dije que esto era lo que quería y se lo dije también al Señor. Era algo que estaba ahí, como un bicho que no se va. Pasando Cuarto Medio lo hablé con mi papá. Él se emocionó mucho y me dijo: “Raymond, desde que tú naciste rezábamos para que fueras sacerdote”. Me sorprendí mucho. Fue algo interesante.
– ¿Cómo ha sido su experiencia como sacerdote en Chile?
– Hermosa. Cuando uno hace siempre lo que Dios quiere, es una aventura. Donde vaya hay buenas personas. Las personas, aunque se vistan de piel diferente, en el fondo son más o menos lo mismo, en cuanto a deseos, dificultades, vicios, virtudes, tal vez, revestido de alguna cultura en particular. Pero siempre el fondo es lo humano.
Acá en Chile y en los otros países en que he estado, siempre para mí es la persona, en su realidad, una mezcla de luces y sombras. Ahí está mi tarea de poner la luz de Cristo en esa realidad humana. Siempre es una aventura, a veces se logra y a veces no. Es un drama que vivo aquí como en cualquier otro lugar. Y me encanta, porque vale la pena. Acá he encontrado mucha aceptación, muchas amistades y mucha gente que quiero y otros que quisiera querer siempre más, con esta sensibilidad interior.
– Como Capellán Mayor de nuestro colegio, ¿cómo ha sido trabajar con jóvenes?
– Con mucha esperanza. Se suele decir que hay una juventud perdida y que es muy difícil tratar con jóvenes. Creo que ellos exigen mayor coherencia de parte de uno, mayor claridad de lo que reciben. No es que estén difícil los jóvenes como tal. Sino que, como cualquier joven del mundo, ellos quieren romper con un modo de ser que no corresponde a lo que se anhela, que normalmente es siempre algo noble. Ese conflicto entre lo ideal y lo que se vive hace que haya cierta disconformidad en el comportamiento.
Los chiquillos están en búsqueda. Buscando criterios, verdad y cosas sólidas. Cuando es todo movedizo, se requiere y necesita una solidez, un fundamento que se basa en el amor, en el conocimiento de que uno vale, independiente de lo que sea, aunque sea delincuente, vale igual, como persona, no como delincuente. Lo que es y puede llegar a ser, siempre se puede trabajar.
Esta esperanza he encontrado aquí y me ha sorprendido siempre. Sobre todo, en chiquillos que uno ve y dice que son casos perdidos, pero cuando uno va un poco más allá de la superficie, ve una riqueza humana, una esperanza no realizada, frustración y deseos nobles. Hay un diamante que ojalá se pudiera cortar y hacer brillar. Veo eso y me siento privilegiado. Poder ir más al fondo y no quedarse en la superficie. Es importante no dejar de creer en ellos.
– En este sentido, ¿qué valor le otorga a la educación en la formación de jóvenes?
– Un valor fundamental. La educación no es sólo impartir conocimiento, sino que colaborar en la construcción de la formación de una vida integral. No se trata sólo de un crecimiento físico, sino que significa encausar todo lo que se hace hacia el bien. Educar los afectos y las potencias intelectuales y humanas, educando para que los jóvenes no se dejen aflojar por el mal y los vicios. La educación es fundamental de la familia y el colegio colabora en esa tarea.
– ¿Qué mensaje daría a nuestra comunidad cardenalina?
– Reconozcan que tenemos una identidad de una comunidad que quiere promover el bien, que la persona sea valorada en su esencia. Pero también, esta valentía de no dejarnos desanimar por lo difícil que pueda aparentar alguna tarea. Dios es nuestro refugio y fortaleza. Confianza en Dios, que está al lado de quien lo reconoce. Y aquellos que aún no lo reconocen, él está esperando alguna respuesta. Nosotros, como comunidad, podemos crear este ambiente sano, donde todos, en sus legítimas diferencias, trabajemos para el que bien común se alcance.